Left Continuar comprando
Pedido

Su carrito actualmente está vacío.

Envío GRATIS por compras superiores a 60€
Una Historia de Ávila

Una Historia de Ávila

 

Gloria, bolso en mano y envuelta en una chaqueta de entretiempo, cruzó la puerta de su casa en la antigua Plaza de la Victoria. Eran las once menos veinte y el sol brillaba sobre la ciudad de Ávila, en aquel domingo de marzo del sesenta y ocho.

Desde que su marido Eulogio falleciera ocho años antes, acudía en soledad a visitar las procesiones de Semana Santa. Su matrimonio fue bendecido con tres hijos. Mateo, que se había ido a vivir a Cuenca tras acabar el servicio militar, José Luís, que se casó con una joven de Sevilla y la pequeña de la familia, Blanca, que empezaba a ejercer de profesora en un colegio de Zaragoza.

Domingo de Ramos en Ávila

En su camino hacia la catedral, para ver la salida de La borriquilla, las calles se inundaban de mantos morados y crespones amarillos. Eran días de recogimiento y tradición, pero también de convivencia familiar. Por las aceras paseaban familias enteras con ropa de domingo, vestido negro ellas, traje formal y cabello engominado los hombres. Los flamantes Seat 600, que empezaban a motorizar el país, se dejaban ver de la mano de sus orgullosos dueños. Toda la ciudad se engalanaba para esos días.

Con su paso lento, Gloria, contemplaba con atención los escaparates de la calle de los comercios, donde los maniquíes, incluso los de los trajes de baño, se cubrían para la ocasión, respetando los días más sacros del año. En las esquinas olía a rosquillas con anís, a galletas, a sangría y a torrijas. Antaño, acompañaba a su madre hasta La Flor de Castilla para comprar algún dulce típico, algo a lo que dio continuidad cuando de la mano de sus hijos, cada Domingo de Ramos repetía la misma estampa. Pero había dejado de hacerlo, demasiadas ausencias, demasiado dolor y demasiados recuerdos.

Cuando las campanas de la catedral repiquetearon, un manto de palmas de olivo y de vítores se alzaron para recibir la salida de la procesión, con el paso del Cristo llevado en volandas. Gloria miraba los rostros sonrientes de los niños, que mostraban especial alegría por esa procesión. Los padres los subían en brazos para que pudieran seguirla a través de la multitud. Sentía a la par ternura y melancolía por los que ya no estaban. Tal vez fuera eso lo que la llevo a abrir su cartera y contemplar de nuevo, las fotos de su familia. “Qué buenos tiempos fueron aquellos”, pensaba entre suspiros.

Regreso a la Flor de Castilla

 

 

Con la multitud recogida, llegó el momento de volver a casa y de nuevo se encontró con ese escaparate. La Flor de Castilla llevaba en aquel lugar un siglo y para Gloria, formaba parte de Ávila tanto como la Muralla o los Cuatro Postes. Se detuvo por un momento y volvió a recorrer con sus ojos todos los dulces que se escondían tras el cristal. Bombones de todo tipo, chocolates, membrillo y por supuesto las Yemas. ¡Mmm! Se relamía al recordar el sabor de aquellos bocaditos de huevo y azúcar. Le venía a la mente las sobremesas de Semana Santa en familia, donde sus hijos sonreían cuando ella llevaba a la mesa la cajita con las Yemas de Santa Teresa.

 

 

Se le aceleró el corazón y tal vez fuera eso lo que empujó a Gloria a de nuevo cruzar las puertas. Nada había cambiado, el mostrador de madera, las estanterías, el suelo envejecido…y ese aroma a dulces recién hechos. Evocando a ese pasado, se decidió a comprar después de tanto tiempo.

Recuerdos

Al filo de las dos de la tarde, Gloria volvió a poner pie en el hogar. Sobre la mesa camilla del salón, colocó varias cajas con delicadeza y unos sellos que trajo consigo de la sucursal de correos.

Eran cajas de Yemas de Santa Teresa, Pastas de Membrillo, algunos chocolates y varios tarros de mermelada. Después caminó hacia su habitación y abrió la cómoda donde Eulogio solía guardar sus objetos personales. Y allí estaban, en un viejo sobre encontró varias postales que, aun gastadas por el tiempo, conservaban en tinta cientos de recuerdos familiares.

 

 

Impreso sobre el papel se dibujaba el jeroglífico de Santa Teresa, con el mapa de Castilla la Vieja, la nota La sobre un pentagrama y una flor. ¡Cuantas veces les contó su significado a los niños! ¡Cuántas risas, cuantos abrazos…!

Hacía tiempo que no enviaba una postal por correo y sin embargo, eran muchas las que atesoraba de amigos y familiares que la regalaban en cada uno de sus viajes. Entonces se sentó a escribir.

“Queridos hijos,
El cariño es muy difícil de plasmar en unas líneas. No sabéis lo que se os echa de menos por aquí. La vida pasa y cada vez lo hace más deprisa, yo daría todo por volver a vuestra niñez, pero estoy orgullosa de cómo habéis crecido. Si vuestro padre siguiera con nosotros también lo estaría.
Os echo de menos y sé que vosotros también. A mí, a vuestra tierra y a estas fechas. Solo os pido, hijos, que nunca olvidéis, que por mucho que cambien los tiempos, el calor de la familia y del camino andado, no perdáis de vista dónde están vuestros orígenes. Gracias a ellos habéis llegado hasta donde estáis.
Y aunque estas líneas no os devuelvan a Ávila, he querido enviaros un trocito de la ciudad para que la saboreéis. Espero que, con cada bocado, si cerráis los ojos, podáis volver al menos unos minutos a la mano de vuestros padres en el lugar que os vio nacer.
Os quiero.
Mamá.”